COMENTARIO
“La mísera y la
misericordia”
Con
este quinto domingo de Cuaresma, se entra en la fase final del itinerario
cuaresmal. Este es el último domingo “ordinario” de la Cuaresma, porque el
próximo es el de los Ramos y el inicio de la Semana Santa, que culmina con el
Triduo Pascual. Podemos entrever al horizonte la Pascua, que etimológicamente
significa el pasaje, aquel de la muerte a la vida de Cristo, que va del mundo
al Padre, con el triunfo sobre la muerte y el pecado. En este contexto
litúrgico, después de haber “gustado” la parábola de los hijos pródigos
(sí, “hijos”, no “hijo”, porque tiene que ver sobretodo con el mayor, el
cercano), tenemos hoy otra joya narrativa evangélica: el episodio de la
adúltera con Jesús, de la “hija” que vuelve, aunque en circunstancias
particulares, junto al Padre. El relato es breve, pero con detalles curiosos,
densos de significado teológico-espiritual escondidos. Redescubrimos, por eso,
estos detalles para comprender más a Jesús y su misión, para dejarnos fascinar
y atraer todavía más por la Palabra del Dios misericordioso y piadoso, lento a
la ira y grande en el amor y el perdón.
1.
La escena con la mujer “en medio” en el contexto de la misión de Jesús
Para comprender el mensaje del episodio evangélico
de hoy, es necesario precisar algunas cosas del contexto literario. Aunque solo
se encuentra en el evangelio de Juan, nuestro relato con su estilo conciso y
vivaz no parece del cuarto evangelista, sino de los Sinópticos, particularmente
de San Lucas (cf. 7,36ss; 19,47-48; 21,37-38). Empero, la historia
concuerda bien con lo que le antecede y le sigue en el evangelio de Juan. El
contexto literario general es la fiesta de las Tiendas, que recuerda con
gratitud el período cuando los israelitas caminaban en el desierto, viviendo
bajo las tiendas, acompañados de la presencia de Dios que les guiaba con la
columna de nubes/fuego día y noche, y les concedía, de forma particular, la
gracia del agua salida de la roca y del maná del cielo. Jesús se encontraba,
entonces, en Jerusalén para festejar con la gente. Inmediatamente antes del
relato, encontramos la discusión encendida entre los judíos y Jesús sobre su
origen y el del Mesías. En el último día de la fiesta, Jesús invitaba a todo el
que tuviera sed venir a él para beber, afirmando un aspecto fundamental de su
misión: «El que tenga sed, que venga a mí y beba» (Jn 7,37). Inmediatamente
después del relato, Él declara ser la luz del mundo y confirma la verdad de su
testimonio sobre sí mismo y su origen divino. Hay que tener presente este
contexto literario que tiene una clara perspectiva mesiánica y misionera,
porque ayuda a comprender mejor el sentido de la acción de Jesús en nuestro
pasaje.
La
descripción de la escena inicial del relato es muy detallada y de gran
importancia para el desarrollo del episodio: «Al amanecer [Jesús] se presentó
de nuevo en el templo, y todo el pueblo acudía a él, y, sentándose, les
enseñaba». Así, Jesús es presentado como maestro en el Templo (como ya lo era a
la edad de doce años; cf. Lc 2,41ss; 19,47; 20,1) y también será llamado así
por sus “adversarios” en la historia («Maestro… tú, ¿qué dices?»). El momento
es solemne, casi como aquel de una lectio magistralis en nuestros
tiempos «en el Templo… sentádose… enseñaba».
Y es durante el desarrollo de su misión de enseñar las cosas de Dios a la gente
que «le traen una mujer sorprendida en adulterio». La ocasión, por eso, no es
una casualidad. Todos los detalles representan toda la enseñanza de Jesús, son una
ilustración de la esencia del mensaje transmitido por Dios a través de Él, su
enviado al mundo.
En esta
ambientación, resulta significativa la posición de la mujer: «colocándola en medio», o literalmente «estaba [de pie]
en medio» (a ellos).¡Con la expresión se indica el lugar de los imputados en un
tribunal! (el clima, por ello, es el del juicio o el interrogatorio judicial
solemne; Cf. Hch 4,7). Se trata, tal vez, de un énfasis intencional, porque se
repite al final del episodio (cf. v. 9) donde, curiosamente, la mujer permanece
siempre “en medio”, aunque aquellos que la habían traído y colocada allí, se
habían ido. La mujer era y permanecía la acusada, la culpable, en espera del
juicio.
2. El interrogatorio de los fariseos (y los
escribas) y las acciones misteriosas de Jesús
Los
escribas y los fariseos increpan a Jesús para que emita un juicio sobre esta
imputada “en medio”, no porque ignoraban qué cosa hacer; al contrario, han
confirmado delante de Él su propio juicio según la ley mosaica: «Maestro (…) La
ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?». La
antítesis entre Moisés y Jesús Maestro es más que clara en estas palabras. La
Ley de Moisés, es decir, la de Dios mismo transmitida a Moisés en el Monte
Sinaí, prescribe para estos casos la lapidación sin más (cf. Lv 20,10; Dt
22,22-24; Ez 16,38-40). A Jesús, en cambio, preguntaban: “¡Cuál sería tu
juicio!”
Estos escribas
y fariseos conocen bien la Ley de Dios y su intención era solo desafiar a
Jesús, dado que él declaraba venir de Dios y conocerlo (cf. Jn 7,29; 8,55).
¡Lejos de nosotros emitir un juicio apresurado contra los fariseos/escribas!
¡Al contrario! Ellos no son malos o despiadados, simplemente eran celosos
por Dios. El conflicto que se rebela no es entre los fariseos/escribas y
Jesús, sino entre su conocimiento de Dios a través de la Ley y aquel testimoniado
por Jesús viviente. Por eso, hay que poner atención: ¡Aprende tú el celo por
Dios, como el de los fariseos y de los escribas, pero evita el error de no
escuchar a Jesús, porque Él es el único “intérprete” del Dios invisible y el
pleno cumplimiento de la Ley divina (cf. Jn 1,18; Mt 5,17-18)! ¡Busca también
tú conocer a Jesús siempre más a través de la vida en el espíritu y de
constante oración (es decir, de constante escucha), para tener el verdadero
conocimiento de Dios y su ley (adquirida a través del estudio)! A este
propósito, tal vez sea conveniente meditar sobre el caso del fariseo Saulo,
convertido en Pablo, y releer su confesión conmovedora de Flp 3,8-14 en la
segunda lectura: «Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del
conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo
considero basura con tal de ganar a Cristo y ser hallado en él, no con una
justicia mía, la de la ley, sino con la que viene de la fe de Cristo, la
justicia que viene de Dios y se apoya en la fe. Todo para conocerlo a él, y la
fuerza de su resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su
misma muerte, con la esperanza de llegar a la resurrección de entre los muertos».
Volviendo
al relato evangélico, notamos una acción curiosa por parte de Jesús en
respuesta al interrogatorio de los fariseos y de los escribas: no dice nada,
solo «inclinándose, escribía con el dedo en el suelo». Es el único pasaje de
todo el Nuevo Testamento que menciona el acto de escribir de Jesús. Pero es
necesario evitar las especulaciones que muchos han hecho y que continúan a
hacer: “¿Qué cosa escribe? ¿Tal vez los pecados de los fariseos y de los
escribas presentes? (es la hipótesis de los primeros siglos, testimoniada en
algunos manuscritos antiguos) ¿O sus nombres?” (cf. Jer 17,13: «Quienes se
apartan de ti | quedan inscritos en el polvo | por haber abandonado al Señor, |
la fuente de agua viva»).
En
realidad, el texto quiere resaltar el acto no qué cosa ha
escrito. Por tanto, solo la acción de Jesús, descrita dos veces (vv.
6.8), es fundamental y tiene que ser contemplada junto a su palara para
comprender la dinámica del relato y la reacción de los fariseos y de los
escribas. Como ha sido notado por algunos exégetas atentos, la acción de Jesús
de “escribir con el dedo” parece reflejar aquella de Dios sobre el Monte Sinaí,
que ha escrito con su dedo la Ley para Israel. En esta perspectiva, el
inclinarse de Jesús evoca la misma actitud de Dios que ¡del cielo se ha
inclinado sobre la tierra! Además, la repetición del acto de escribir parece
hacer referencia a la reescritura de las tablas de los mandamientos por parte
de Dios, destruidas por Moisés frente al pecado de idolatría del pueblo, en el
episodio del becerro de oro. Todos estos detalles llevan a entender el mensaje
principal de la acción de Jesús: Él recuerda que el verdadero Legislador es
Dios mismo, quien es el único que ostenta la competencia de juzgar a los hombres
y a las mujeres. Es más, Jesús ahora actúa cómo y en el lugar de Dios y, por
ello, lanza un desafío a quien le pide hacer justicia: «El que esté sin pecado,
que le tire la primera piedra» (porque en realidad todos han pecado, como se puede ver en la ya mencionada historia
del becerro de oro). ¡Quien se siente como Dios, único juez justo porque no
tiene pecado, haga justicia! Se puede ver en las palabras de Jesús toda la
fuerza de lo que Santiago dirá a algunos cristianos, amonestándolos porque
amaban juzgar a los otros (¡como si fuera su deporte favorito!): «Uno solo es
legislador y juez: el que puede salvar y destruir. ¿Quién eres tú para juzgar
al prójimo?» (St 4,12. Obviamente esta amonestación vale también para nuestro
examen de consciencia en esta última fase de la Cuaresma).
Los
escribas y los fariseos, «al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno», porque
tal vez habían entendido bien el mensaje de Jesús, expresado con palabras y
gestos insólitos, pero elocuentes, «empezando por los más viejos» (no porque
fueran más pecadores, sino porque eran los primeros en entender, los más
sensatos y conocedores de la Escritura).
3. La mísera adúltera y la Misericordia viviente
De esta
manera, llegamos al final con una imagen muy sugestiva: «Y quedó solo Jesús,
con la mujer en medio». Como fue ya dicho al inicio, la mujer permanece todavía
“en medio”, es decir, imputada en el tribunal en espera del juicio; pero ahora
está solo Jesús, el único juez divino. Así, desde el punto de vista espiritual,
San Antonio de Padua, Doctor de la Iglesia, “ve” a la mujer estando “en medio”
de la misericordia [de Jesús] y de la justicia [de los fariseos y de los
escribas]. La escena evangélica es bellísima, tanto como para inspirar a San
Agustín a dejar un comentario lacónico, que se ha hecho celebérrimo: Relicti sunt duo, misera et misericordia! «Quedaron sólo ellos dos: la miserable y la
misericordia» (citada también por el Papa Francisco en su Carta Apostólica Misericordia et misera).
Así, en
un encuentro nunca pensado y, hasta cierto punto, “forzado” por la providencia
divina, la mujer adúltera permanece sola con el Maestro Jesús y espera una
palabra de juicio por parte de aquel que ahora ella llama, con todo respeto,
“Señor” y, tal vez, ya con agradecimiento (expresión de la fe y la esperanza en
Él). Y la respuesta era para ella probablemente inesperada: «Tampoco yo te
condeno. Anda, y en adelante no peques más».
El
juicio es pronunciado al interno de un diálogo cordial con la mujer, a la
manera de los maestros del tiempo. La sentencia de Jesús confirma el anuncio de
su misión en Jn 3,16-17: el hijo fue mandado por Dios, no para condenar, sino
para salvar. El no condenar, empero, va junto al mandato de no pecar más. El
juez se revela misericordioso frente a la miseria humana, pero al mismo tiempo
intransigente con el pecado, porque Él sabe que el pecado hace pagar las
consecuencias, sobretodo a quien lo comete. La recomendación de Jesús se
entiende aquí como aquella otra hecha al paralítico después de la curación: «no
peques más, no sea que te ocurra algo peor» (Jn 5,14).
El
evangelio de Juan no nos hará saber más acerca de esta mujer sin nombre. Ella
aparece y desaparece de la escena en el mismo modo imprevisto y misterioso. No
sabemos nada sobre su futuro después de haber experimentado la gran “justicia”
de Dios en Jesús, una justicia divina que se revela en realidad “amor,
misericordia y fidelidad” para la salvación de la humanidad. Sabemos, en
cambio, por los evangelios, que «algunas mujeres, que habían sido curadas de
espíritus malos y de enfermedades» (Lc 8,2) lo seguían en su misión de
evangelización. No sería del todo improbable imaginar a la adúltera de hoy
entre aquellas seguidoras fieles del Mesías (algunos piensan que era María de Magdala,
que después será llamada para ser la primera “apóstol” del Cristo resucitado).
De todas maneras, después de ser “misericordiada” por Jesús, para usar un lindo
neologismo del Papa Francisco (cf. Regina
Caeli, Domingo, 11 de abril de 2021), ella seguramente se transformó en un
testimonio vivo y en una anunciadora de la misericordia divina entre su gente,
así como la mujer samaritana después del encuentro “casual” con Jesús junto al
pozo de Jacob (cf. Jn 4,5-30). Ella es también una invitación para todos
nosotros, como para cada hombre y mujer, para realizar el mismo recorrido,
independientemente de cuánto complicada sea la situación en la que nos
encontramos: ir con Jesús para experimentar la misericordia divina y después
testimoniar al mundo la gracia del Señor.
Sugerencias
útiles:
Papa Francisco, Celebración de la Penitencia, Homilía, Basilica
Vaticana, Venerdì, 29 marzo 2019
Se fueron los que habían venido para arrojar piedras contra la mujer o para
acusar a Jesús siguiendo la Ley. Se fueron, no tenían otros intereses. En
cambio, Jesús se queda. Se queda, porque se ha quedado lo que es precioso a sus
ojos: esa mujer, esa persona. Para él, antes que el pecado está el pecador. Yo,
tú, cada uno de nosotros estamos antes en el corazón de Dios: antes que los
errores, que las reglas, que los juicios y que nuestras caídas. Pidamos la
gracia de una mirada semejante a la de Jesús, pidamos tener el enfoque
cristiano de la vida, donde antes que el pecado veamos con amor al pecador,
antes que los errores a quien se equivoca, antes que la historia a la persona.
(…)
Sin Dios no se puede vencer el mal: solo su amor nos conforta dentro, solo
su ternura derramada en el corazón nos hace libres. Si queremos la liberación
del mal hay que dejar actuar al Señor, que perdona y sana. (…)La confesión es
el paso de la miseria a la misericordia, es la escritura de Dios en el corazón.
Allí leemos que somos preciosos a los ojos de Dios, que él es Padre y nos ama
más que nosotros mismos. (…)
Reconocer el perdón de Dios es importante. Sería hermoso, después de la
confesión, quedarse como aquella mujer, con la mirada fija en Jesús que nos
acaba de liberar: Ya no en nuestras miserias, sino en su misericordia. Mirar al
Crucificado y decir con asombro: “Allí es donde han ido mis pecados. Tú los has
cargado sobre ti. No me has apuntado con el dedo, me has abierto los brazos y
me has perdonado otra vez”. Es importante recordar el perdón de Dios, recordar
la ternura, volver a gustar la paz y la libertad que hemos experimentado.
Porque este es el corazón de la confesión: no los pecados que decimos, sino el
amor divino que recibimos y que siempre necesitamos. (…)Entonces reemprendamos
el camino desde la confesión, devolvamos a este sacramento el lugar que merece
en nuestra vida y en la pastoral.
Papa Francisco, Ángelus, Plaza de San
Pedro, V Domingo de Cuaresma, 13 de marzo de 2016
Se quedaron allí solos la mujer y Jesús: la miseria y la
misericordia, una frente a la otra. Y esto cuántas veces nos sucede a
nosotros cuando nos detenemos ante el confesionario, con vergüenza, para hacer
ver nuestra miseria y pedir el perdón. «Mujer, ¿dónde están?» (v. 10), le dice
Jesús. Y basta esta constatación, y su mirada llena de misericordia y llena de
amor, para hacer sentir a esa persona —quizás por primera vez— que tiene una
dignidad, que ella no es su pecado, que ella tiene una dignidad de persona, que
puede cambiar de vida, puede salir de sus esclavitudes y caminar por una senda
nueva.
Queridos hermanos y hermanas, esa mujer nos representa a todos nosotros,
que somos pecadores, es decir adúlteros ante Dios, traidores a su fidelidad. Y
su experiencia representa la voluntad de Dios para cada uno de nosotros: no
nuestra condena, sino nuestra salvación a través de Jesús. Él es la gracia que
salva del pecado y de la muerte. Él ha escrito en la tierra, en el polvo del
que está hecho cada ser humano (cf. Gén 2, 7), la sentencia de Dios: «No
quiero que tu mueras, sino que tú vivas». Dios no nos clava a nuestro pecado,
no nos identifica con el mal que hemos cometido. Tenemos un nombre y Dios no
identifica este nombre con el pecado que hemos cometido. Nos quiere liberar y
quiere que también nosotros lo queramos con Él.
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