COMENTARIO
El regreso a la alegría del Padre
«El
IV domingo de Cuaresma está irradiado de luz, una luz evidenciada en este
domingo “Laetare” [“¡Regocíjate!”] por las vestiduras litúrgicas de
tonalidad más clara y por las flores que adornan la iglesia» (Directorio Homilético
no.73). En este contexto de gozo por la Pascua que se acerca, nos alegramos
al escuchar la famosa parábola del hijo pródigo o del Padre misericordioso. Se
trata de una joya de la narrativa evangélica que por sí misma, como ha referido
un predicador, ha suscitado más conversiones que todos los otros discursos
sobre el tema. El riego, sin embargo, es este: estamos tan acostumbrados a la
trama hasta el punto que al oír la frase inicial de la parábola, «Un hombre
tenía dos hijos», ya sabe como termina y, por eso, “apaga” la atención,
esperando impaciente el final de la proclamación del evangelio.
Con
todo, cada Palabra De Dios proclamada no es nunca letra muerta, sino un mensaje
siempre nuevo, porque proviene del Dios viviente que está hablando al corazón
de los fieles que lo escuchan con fe, docilidad y un poco de sana curiosidad,
para comprender más algunos aspectos que no se habían considerado antes. De
esta parábola se puede aprender algo nuevo, si escudriñamos su rico contenido
con más atención. Para suscitar un poco de curiosidad, pregunto: si «Un hombre
tenía dos hijos; (…) El padre les repartió los bienes», ¿cuánto recibió el hijo
menor? Se podría pensar que cada uno recibió la mitad del patrimonio del padre,
pero tal vez no ocurrió así. En la ley hebrea, en una situación como esta, el
hijo mayor recibía dos tercios por su primogenitura (cf. Dt 21,17), mientras que el menor solo un tercio. Este
detalle, clarificado ahora, puede suscitar el deseo de reflexionar sobre
nuestra parábola -tan meditada a desmedida- para descubrir algún matiz nuevo
sobre los tres protagonistas del relato; esto servirá seguramente a cada uno de
nosotros en el camino de la conversión cuaresmal de este año.
1.
El arrepentimiento del hijo menor
Es
muy bello y conmoverte el retorno del hijo menor al padre después de una vida
desperdiciada y disoluta, lejos de la casa paterna (la lejanía es subrayada con
la mención de los “cerdos” en el lugar donde se encontraba el hijo pródigo:
estaba lejos tanto geográficamente como espiritualmente de la tierra de Israel,
porque cerca de las familias hebreas no “circulaban” los puercos, considerados
animales impuros; esto evidencia aún más la humillación que el hijo menor tenía
que sufrir, hasta el punto de tener que renegar la tradición de los padres para
estar con los puercos). Por eso, resulta edificante y animador para muchos
oyentes de la parábola que seguir el mismo recorrido de un doble retorno,
independientemente de cuán lejos se encontraban. Se invita primero a un retorno
“dentro de sí” y, después, a un retorno efectivo a Dios con la humilde
confesión de los pecados cometidos: «he pecado».
El
relato, sin embargo, indica sutilmente que este arrepentimiento del hijo menor no
ha sido fruto de su amor por el padre, sino porque tenía hambre, como él mismo
admite: «¡yo aquí me muero de hambre»! Sí,
demasiado banal, poco poético, pero crudamente es así. El regreso del hijo
menor está dictado, no por el sentimiento del corazón, sino por el vacío del
estómago. Obviamente está bien así, lejos de cualquier juicio apresurado al
respecto. ¡Está bien así! Alguna vez en la vida, el cielo, es decir, Dios
piadoso y misericordioso, ha dejado encontrar a sus hijos pródigos el hambre
física para que sea posible un repensar. Les ha dejado tocar el fondo de la
propia miseria, causada por ellos mismos, porque de vez en cuando solo así es
posible comenzar a razonar sobre las cosas esenciales. Efectivamente, alguna
persona me ha dicho: “si yo no hubiera encontrado esta situación crítica de
fracaso total, tal vez no hubiera llegado a mi conversión a Dios, para vivir
ahora felizmente con Él y en su paz”. Por tanto, es necesario siempre agradecer
al cielo por todas las “hambres” que experimentamos (como aquella parabólica).
Nunca será una simple tragedia que soportar, siempre será una oportunidad para
aprovechar. ¡Ayúdanos Señor y Padre santo a sentir tu llamada para regresar a
ti, sobre todo cuando no tenemos nada en el estómago!
Extrañamente,
la confesión de los pecados del hijo menor aparece como una declaración
“confeccionada con anterioridad”, por no decir “calculada”, sin mucha emoción. Él
ha aprendido de memoria la “fórmula” y la ha repetido hasta el momento del
encuentro con el padre, palabra por palabra, «Padre, he pecado contra el cielo
y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo». Es curioso notar que, al
encontrar al padre, el hijo menor no ha podido terminar el discurso que había
preparado con la petición final: «trátame como a uno de tus jornaleros». El
padre, de hecho, lo ha acogido de inmediato, aún más, lo ha absuelto y le ha
restituido la dignidad filial con el vestido más bello, el anillo y las
sandalias, sin que el hijo le pidiera algo. El arrepentimiento del hijo, por
mínimo que fuera (muy cercano a cero o, en de cualquier modo, lejos de la
perfección), ha encontrado una respuesta generosa e inesperada por parte del
padre que, solo con ver al hijo de lejos, «se le conmovieron las entrañas; y,
echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos».
¡Qué
escena emocionante y conmovente! Me parece ver la imagen del encuentro místico
entre el penitente y el Padre celeste misericordioso en el sacramento de la
confesión. Está tan lleno de amor el corazón de Dios, que acoge el retorno de
uno de sus hijos más pequeños. Y también es así con el arrepentimiento del
penitente que repite la “fórmula” de la contrición casi sin corazón. Un
arrepentimiento imperfecto que se hace, no por amor a Dios, sino por costumbre,
por causas secundarias como el hambre o el miedo del castigo. ¡Seguramente el
arrepentimiento del hijo menor no se encuentra en el centro de la parábola,
sino la generosidad del padre que quiere “ver” solo la presencia del hijo para
abrazarlo con un corazón lleno de amor, sin juzgar si ha vuelto con un corazón
sincero o que se haya arrepentido verdaderamente!
2.
El amor misericordioso del padre
El
amor generoso e incondicionado del padre por su hijo pródigo emerge no solo en
el momento de su encuentro, sino antes. El texto bíblico subraya: «cuando
todavía estaba lejos [el hijo menor], su padre lo vio y se le conmovieron las
entrañas…». ¿Como es posible que el padre haya podido reconocer a su hijo en el
horizonte en aquel día y en aquella hora? ¿Se trata de una casualidad? ¿Aquella
mañana o tarde, tal vez el padre estaba cansado y había salido al jardín del
frente para descansar y así pudo ver al hijo regresar? ¿O más bien porque desde
que el hijo había partido, cada día salía de casa y, fijando la mirada en la
dirección a la que el hijo se había dirigido, esperaba pacientemente su
regreso? Por eso, cuando el hijo volvió, el padre pudo verlo inmediatamente
porque esperaba ese instante cada día. Me parece que el amor misericordioso del
padre se expresa no solo con los gestos de compasión y de acogida en el momento
en que se encuentra con el hijo, sino en la espera paciente de su regreso. Y
con esto pienso a la espera de Dios en la persona del sacerdote que, a veces aguarda
horas y horas en el confesionario sin ningún penitente, pero justamente en ese esperar
paciente a algún “hijo pródigo”, el confesor ya cumple su “trabajo”. Es la
misión de los misioneros de Cristo, porque son misioneros de la misericordia. Si
no hoy, tal vez volverá mañana; o bien, pasado mañana. ¡Seguramente volverá
algún día!
Volviendo
a la parábola, la misericordia del padre se mostró, no solo al hijo menor, sino
también al mayor. Este último, irónicamente, volvía a casa del campo, pero «cuando
al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de
los criados, le preguntó qué era aquello». Hay que notar un detalle extraño: el
hijo mayor no quiso entrar en su casa cuando oyó “la música y las danzas”,
pero llamó afuera al siervo para saber qué había sucedido. Con mucha
probabilidad, conociendo al padre, él ya había intuido algo respecto al regreso
de su hermano. He hecho, después de ser informado, «Él se indignó y no quería entrar». Es justamente aquí
que el padre demuestra todo su amor paciente hacia el hijo mayor, que ahora se
convirtió en un rebelde: «su padre salió e intentaba
persuadirlo». Se trata de una acción insólita en la cultura patriarcal
hebrea y, en general, asiática (como en la mía, vietnamita), donde el padre
comanda y nunca suplica a los hijos. Además, después del desahogo del hijo
mayor, que llama de forma despreciativa a su hermano “ese hijo tuyo”, el padre no se ha enojado (y
no lo ha regañado diciéndole “¿Así respondes a tu padre?”). No solo eso, el
padre continúa llamando “hijo” a este rebelde y le explica, pacientemente, la
razón de la fiesta. Aún más, al hijo mayor, que ha recibido dos tercios del
patrimonio, el padre reafirma su generosidad porque le da todo: «tú estás
siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo». Aquí está la misericordia del padre,
lento a la ira y grande en el amor; ¡no tiene cuenta de las ofensas y mantiene
siempre un corazón abierto a aquellos que, aún siendo cercanos a Él, lo hacen
sufrir más que aquellos que están lejos! Es el drama del Padre, el celestial,
que nunca pierde la paciencia en la espera del regreso de sus hijos, los de
lejos y los cercanos. Recordémonos de la bella observación del Papa Francisco: «Dios
nunca se cansa de perdonar, (…) pero nosotros, a veces, nos cansamos de pedir
perdón», de volver a Él. (Angelus,
Plaza de San Pedro, Domingo, 17 de marzo de 2013).
3.
El hijo mayor y un “regreso” a la casa del padre
Como
la parábola de la higuera estéril, escuchada el domingo pasado, la de hoy tiene
un final abierto. Después de la respuesta del padre con la invitación de
alegrarse por “este, tu hermano”, no se sabe cuál será la reacción del hijo
mayor. ¿Regresará o no a la casa? ¡Ésta es la pregunta! Así, cada oyente del
relato, con su proprio proceder, decidirá por el hijo mayor. Se trata de una
invitación sutil, pero urgente que Jesús ha hecho al final de la parábola a
todos sus interlocutores. Estos eran «los fariseos y los escribas que murmuraban
diciendo: “Ese acoge a los pecadores y come con ellos”», porque San Lucas
evangelista señala, «Jesús les dijo
esta parábola». Para regresar a la casa del padre, como lo hizo el hijo menor,
se necesita un cambio de mentalidad, un ir más allá de los esquemas de
pensamiento, ¡una conversión evangélica!
Entre
los fariseos y los escribas que escuchaban a Jesús en ese entonces, nosotros
sabemos cuántos efectivamente acogieron su invitación a regresar. Asimismo, cada
uno de nosotros, que escucha esta parábola, está llamado a hacerlo ahora, conscientes
siempre que un Padre amoroso y compasivo está esperando, pacientemente, el
regreso de cada uno de sus hijos, lejanos y
cercanos.
Sugerencias
útiles:
Papa Francisco, Ángelus, Plaza de San Pedro, IV Domingo de Cuaresma, 6 de marzo de 2016
Dentro del itinerario cuaresmal, el Evangelio nos
presenta precisamente esta última parábola del padre misericordioso, que tiene
como protagonista a un padre con sus dos hijos. El relato nos hace ver algunas
características de este padre: es un hombre siempre preparado para perdonar y
que espera contra toda esperanza. Sorprende sobre todo su tolerancia ante la
decisión del hijo más joven de irse de casa: podría haberse opuesto, sabiendo
que todavía es inmaduro, un muchacho joven, o buscar algún abogado para no
darle la herencia ya que todavía estaba vivo. Sin embargo le permite marchar,
aún previendo los posibles riesgos. Así actúa Dios con nosotros: nos deja
libres, también para equivocarnos, porque al crearnos nos ha hecho el gran
regalo de la libertad. Nos toca a nosotros hacer un buen uso. ¡Este regalo de
la libertad que nos da Dios, me sorprende siempre!
Pero la separación de ese hijo es sólo física; el padre
lo lleva siempre en el corazón; espera con confianza su regreso, escruta el
camino con la esperanza de verlo. Y un día lo ve aparecer a lo lejos (cf. v.
20). Y esto significa que este padre, cada día subía a la terraza para ver si
su hijo volvía. Entonces se conmueve al verlo, corre a su encuentro, lo abraza
y lo besa. ¡Cuánta ternura! ¡Y este hijo había hecho cosas graves! Pero el
padre lo acoge así.
Papa Francisco, Audiencia general, miércoles 11 de
mayo de 2016
El hijo mayor, también él necesita misericordia.
Los justos, los que se creen justos, también ellos necesitan misericordia. Este
hijo nos representa a nosotros cuando nos preguntamos si vale la pena hacer
tanto si luego no recibimos nada a cambio. Jesús nos recuerda que en la casa
del Padre no se permanece para tener un compensación, sino porque se tiene la
dignidad de hijos corresponsables. No se trata de «trocar» con Dios, sino de
permanecer en el seguimiento de Jesús que se entregó en la cruz sin medida.
«Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es
tuyo; pero convenía celebrar una fiesta y alegrarse» (v. 31). Así dice el Padre
al hijo mayor. Su lógica es la de la misericordia. El hijo menor pensaba que se
merecía un castigo por sus pecados, el hijo mayor se esperaba una recompensa
por sus servicios. Los dos hermanos no hablan entre ellos, viven historias
diferentes, pero ambos razonan según una lógica ajena a Jesús: si hacen el bien
recibes un premio, si obras mal eres castigado; y esta no es la lógica de
Jesús, ¡no lo es! Esta lógica se ve alterada por las palabras del padre:
«Convenía celebrar una fiesta y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba
muerto, y ha vuelto a la vida; estaba perdido, y ha sido hallado» (v. 31). El
padre recuperó al hijo perdido, y ahora puede también restituirlo a su hermano.
Sin el menor, incluso el hijo mayor deja de ser un «hermano». La alegría más
grande para el padre es ver que sus hijos se reconocen hermanos.
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